Santiago tuvo una conformación urbana, después de la Conquista, verdaderamente especial.
A la inversa de una Alemania de postguerra (II Guerra Mundial), donde incluso se arriendan pequeñas áreas de tierra de sectores públicos donde manejar minihuertos, en Chile, con el sistema de las Encomiendas coloniales que permitían poseer a los ricos grandes haciendas, el huerto en casa pasó a ser sinónimo de pobreza. Lo mismo sucedió con el gallinero.
No era ni lógico ni elegante preocuparse de una alimentación en forma tan inmediata porque para eso se era “europeo”, sin pensar que no hay castillo ni palacio en Europa sin su Huerto.
Fue un fenómeno cultural que perdura hasta el día de hoy: Tener un huerto en casa no es sinónimo de riqueza, lo es de pobreza.
Este es un problema imposible de revertir mientras la clase adinerada no se dé cuenta que el huerto productivo es señal de abundancia: Nada que ver con el “hipismo”.
Nos es imposible ver por dónde tener zanahorias frescas para mascar es señal de pobreza: ¡todo lo contrario! Un país con lindos dientes, con buena vista y sano, longevo y fuerte, es la verdadera señal de riqueza, de salud y prosperidad.
Pero los más necesitados jamás harán algo que los disminuya respecto a los que no lo están. ¿Por qué? Porque no quieren ser menos. —¿Quién quiere serlo?
Hoy en día hemos llegado al punto en que un niño de seis años puede llegar a poner la mano al fuego asegurando que las arvejas salen de los tarros. Nos sucedió a nosotros cuando un curso de 1° básico —de un colegio particular de Las Condes de Santiago— vino de paseo a nuestro huerto. Ese niño no podía creer que eso que estaba viendo eran las verdaderas arvejitas. Eso sí que es pobreza. La incultura siempre lo es.
Las antiguas Encomiendas fueron reemplazadas primero por las Haciendas, luego por los Fundos, hoy por los supermercados. Incluso las Ferias no son bien miradas y muchas dueñas de casa sólo compran en ellas por medio de sus “empleadas” o “nanas”.
Es enorme el número de personas que nos han manifestado que encuentran fantástica nuestra labor de difusión del Huerto porque los pobres verdaderamente necesitan de él. Nuestro punto de vista es diferente: el “pobre” tiene muchos más recursos de supervivencia que el “rico”. Sin duda sería de gran beneficio para ellos el tener un huerto, por pequeño que sea, pero es el mismo beneficio que obtiene cualquiera: el beneficio de la abundancia.
Por otro lado, tanto en clases altas como bajas a demasiadas mujeres se les ha inculcado a sangre y fuego que es el marido el que debe proveer el hogar. La pregunta — ¿Un huerto?—, obtiene como respuesta un —¡Pero qué lata!.
La realidad es que un huerto exige trabajo, dos o tres horas a la semana más riego, horas que pueden ser dedicadas a un cóctel o una cerveza, acompañado de cebollinos recién extraídos, lavados en la llave, pasados por una salsa ahí mismo. O tomates enanos (cherry) o rabanitos, zanahorias guaguas, en fin, cualquier cosa.
Eso es riqueza, el problema son los amigos que como marabuntas arrasan con los cebollinos en forma que no hay huerto que los resista: no perdonan ni a los más pequeños.
Creemos que un huerto activo, junto con una barbacoa, puede ser un lugar de verdadera entretención y una realidad deseable para todos los miembros de nuestra cultura. ¿No es así?
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